¿Se pagan en España más impuestos que en otros países?

Ningún indicador es por sí solo significativo. La presión fiscal es menor que en la UE, pero el PIB per cápita también, y por tanto el esfuerzo fiscal es más alto.

Ningún indicador fiscal es por sí solo significativo y su interpretación y adecuada comparación requiere de importantes matices.

A pesar de que los diferentes sistemas fiscales son conceptualmente homogéneos en su diseño objetivo, sus particularidades son muy distintas. Así, por ejemplo, no todos tienen un mismo nivel de progresividad ni esta se vincula a los mismos niveles de renta o riqueza. Por otra parte, la tipología de incentivos y exenciones es también muy distinta.

Además, los recursos tributarios están en función de la riqueza que cada país produce (el PIB) y, por tanto, del modelo económico y social de cada uno. Desde esta perspectiva, a mayor riqueza, esto es, a mayor PIB, mayor es la recaudación.

En este contexto, la presión fiscal es un índice con el que tampoco hay que obsesionarse. Representa, como sabemos, el porcentaje que los ingresos fiscales de un país, cotizaciones a la Seguridad Social incluidas, representa sobre el PIB. En España, y en 2019, un 35,4 %. Algo más de 6 puntos por debajo de la Unión Europea.

Pero el 35,4 % no es el porcentaje medio que los ciudadanos pagamos de impuestos, ya que nuestro PIB no coincide con la base imponible de los tributos que gravan la renta (IRPF e IS). Esta es poco más de un 60 % del PIB. Esto quiere decir que no toda la riqueza que se produce se transforma en renta gravada. Las razones, que nada tienen que ver con la economía sumergida, responden a una variedad de factores como son las exenciones y similares y los déficits de progresividad.

Por su parte, lo importante no es el porcentaje de presión fiscal, sino los recursos que cada país necesita. En este sentido, mayores recursos no significa aumentar el porcentaje de presión fiscal sino, por ejemplo, aumentar el PIB, circunstancia que depende de las variables que intervienen en cada modelo económico.

Los recursos pueden también aumentarse a través de un ensanchamiento de bases y de un replanteamiento de los beneficios fiscales que, en 2021, representan 39.000 millones de euros.

Hay que tener también en cuenta que el PIB per cápita de los países es también distinto y que, por tanto, la presión fiscal hay que compararla, igualmente, con relación al mismo. Esto da lugar a otro índice, el denominado esfuerzo fiscal, con múltiples seguidores y detractores, y que hay que saber interpretar. Es obvio que el esfuerzo fiscal es distinto en función del nivel de renta. El esfuerzo que pagar impuestos supone a una renta media es mayor que el que supone para una renta alta. Para procurar igualarlo, surge el concepto de progresividad. El esfuerzo fiscal rectamente entendido mide, de alguna forma, el nivel de progresividad y que ha de aumentar a medida que el PIB per cápita aumenta.

Pues bien, lo que se deduce del mismo es que eso no siempre ocurre y que, en España, el grado de progresividad está inadecuadamente distribuido. Existen, pues, déficits de progresividad y, por tanto, una excesiva concentración de esta en las rentes medias. De ahí que se hable de que nuestro sacrificio fiscal es mayor.

Otro índice no menos importante es la cuña fiscal, que es la fiscalidad a la que se somete el trabajo, cotizaciones sociales incluidas. En este índice España está entre los países en cabeza soportando una fiscalidad sobre el empleo de las mayores de la OCDE. No en vano, las cotizaciones sociales representan algo más del 30% de los ingresos fiscales de nuestro país, circunstancia que hace que el peso de los impuestos redistributivos en España sea inferior al 50% de los ingresos totales. Desde esta perspectiva, nuestro sistema no es progresivo.

Y, por último, otro indicador poco conocido es la brecha fiscal, que mide la diferencia entre la recaudación potencial de un sistema tributario y su recaudación real. La diferencia entre ambas magnitudes no coincide exactamente con la conocida economía sumergida. Con relación a España tan solo se conoce que la brecha fiscal en el IVA se sitúa en la franja baja de la UE, esto es, que el nivel de cumplimiento es elevado.

Fuera del ámbito de los indicadores propiamente dichos, sorprenden los bajos tipos efectivos en España en comparación son sus altos tipos nominales y que, en 2019, se sitúan en torno al 13% en el IRPF, y en el 21% en el Impuesto sobre Sociedades, con relación, en este último caso, a la base imponible. El tipo efectivo del IVA se situó en 2029 en el 15%. La razón, una vez más, el conglomerado de beneficios fiscales. En definitiva, un sistema tributario con una presión fiscal inferior a la media de la UE, pero con un PIB per cápita también inferior, con déficits de progresividad, y, por tanto, con un esfuerzo fiscal mayor a la media, y con tipos nominales altos pero bajos en términos efectivos, que destaca por su alta fiscalidad del trabajo, principal fuente de renta en el IRPF, y su reducida brecha fiscal en IVA.

Sea como fuere, aumentar los tipos sin aumentar el PIB empobrece a un país. El objetivo ha de ser, pues, aumentar los recursos a través de un aumento del PIB per cápita, esto es, del nivel de renta y de los ajustes que en términos de equidad y modernidad el sistema exige, sin obsesionarse en el porcentaje de presión fiscal, sino en el PIB, y sin olvidar la prioridad absoluta en la eficiencia y eficacia en el gasto. Mejorándola, se liberan también recursos.

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